jueves, 12 de enero de 2017

En busca de derechos para las trabajadoras sexuales


Eugenia Aravena se maquilla para la foto, se tapa las ojeras y se moja el pelo. Va y viene, del baño a la oficina que la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR-CTA) tiene casi al final de la calle Maipú, en pleno centro de Córdoba. “¿Estoy bien?”, pregunta, y se mira en el reflejo del celular.
La casa está repleta de gente y de cajas con alimentos que llegaron del Ministerio de Desarrollo Social. Allí, además de ejecutarse las tareas administrativas de AMMAR, funciona una escuela primaria para adultos y una secundaria, una Sala Cuna y viven tres mujeres con sus hijos. Tres familias. “Necesitamos una sede; acá alquilamos”, explica Aravena.
Eugenia es una militante que trabaja por los derechos de las trabajadoras sexuales desde hace 17 años. Desde 2004 preside AMMAR, con la idea de promover la inclusión y luchar para transformar la realidad de las mujeres, en especial las más pobres y vulnerables. Y es madre de un niño de 9 años.
Por su trabajo, Aravena fue distinguida con el Premio Mujeres Solidarias de Fundación Avon, que busca apoyar y darle visibilidad a emprendedoras cuyos programas mejoran la calidad de vida de las personas.
Ya en 2010 Ammar había sido reconocida en Viena (Austria), junto con otras 20 organizaciones del mundo con la “cinta roja” que otorgan Naciones Unidas en la Conferencia Mundial de Sida.

“Parate en mi esquina”

Aravena es cordobesa por adopción. Nació en San Juan, pero a los 5 años sus padres se mudaron a Córdoba. Cursó la primaria en dos colegios, el Simón Bolívar y el Hilario Ascasubi. Y abandonó el secundario tras repetir tres veces primer año y ser expulsada. “Era una niña rebelde”, apunta.
Prefiere hablar poco de sí misma y mucho de la construcción colectiva que lleva adelante con otras compañeras. Su historia, piensa, no debiera opacar el trabajo de la organización que dirige y que este año presentó el libro Parate en mi esquina.
“Entrando a la adolescencia, cuando tenía 11 o 12 años, mis padres se separaron y ahí mi vida fue un descontrol. Tenía a toda mi familia en San Juan, no tenía familiares cerca… la pasaba en casa de amigas, una vida bastante cuesta arriba en una edad jodida”, se explaya.
“Trabajé en un montón de cosas hasta que llegué al trabajo sexual: en la calle, en una esquina, donde conocí a muchas compañeras mucho más grandes que yo y que en ese tiempo me contaban las atrocidades que tenían que pasar. Me decían: ‘Cuidate con esto, con lo otro’. Era otro mundo, otros códigos. Quedé muy sorprendida de las cosas que pasaban: crímenes impunes, chicas asesinadas, compañeras violadas en los calabozos...”, detalla.
Tenía 18 años, y los relatos de las mujeres en la calle le llegaron al alma. Le dolía que las compañeras perdieran embarazos en las celdas o que fueran vejadas por la Policía, que no las dejaran amamantar o que fueran presas por violar una contravención. “Nos llevaban presas por algo que no era un delito”, relata.
“Si la Policía te conocía, te llevaban presa con tus hijos o comprando un café. Y de esta forma sostenían un negocio puertas para adentro, que es la explotación sexual”, subraya, y detalla las leyes con las que se penalizaba la prostitución a lo largo de la historia argentina. “En el nuevo Código de Convivencia se logró la derogación del artículo 45, lo que no quiere decir que no haya persecución en las calles”, aclara.
Eugenia cree que la lucha ha dado sus frutos, pero queda mucho por hacer, como lograr una jubilación para las mayores de 50 y atender las necesidades de las jóvenes trabajadoras sexuales.

Clandestinidad y negocio

Aravena asegura que el cierre de las “whiskerías” y cabarés impulsado por el gobierno de José Manuel de la Sota, en 2012, sólo generó que la oferta sexual se vuelva aún más clandestina. “Si a vos no te "clandestinizan" la actividad, no hay nadie que pueda hacer negocio de eso”, opina.
“Los lugares visibles, los que cerraron, estaban habilitados por la Municipalidad. Muchas veces denunciamos que a las compañeras se les exigía un carné sanitario como ‘alternadoras’, pero no había ningún tipo de derechos laborales, ni licencia por maternidad, ni obra social. Siguen haciendo los malditos carnés sanitarios, pero no es obligatorio tenerlos. En todo caso que se lo exijan a los clientes. ¿Por qué se les pide a las mujeres siempre el control de la sanidad?”, se pregunta.

“Las prostitutas pobres van presas”

"Claro que es un trabajo. Queremos ser reconocidas por una cuestión de ampliación de derechos y de salir de la clandestinidad. Cada uno después lo vive como lo pueda vivir”, plantea Aravena.
AMMAR tiene más de mil afiliadas, pero Eugenia estima que en Córdoba hay miles de mujeres más, de todas las clases sociales, que ejercen el trabajo sexual. Aravena insiste en que es un error relacionar la trata de personas con la prostitución porque, dice, una cosa es la explotación, la violencia y la captación. Y otra, el trabajo sexual como fuente de ingresos.
“Claro que es un trabajo. Queremos ser reconocidas por una cuestión de ampliación de derechos y de salir de la clandestinidad. Cada uno después lo vive como lo pueda vivir”, plantea.
“La mayoría no terminamos la primaria, pero también tenemos compañeras universitarias afiliadas. También están las VIP, las ‘escorts’ (prostitutas de lujo). La industria del sexo es enorme. Hay mucha hipocresía social, mucho tabú. Las compañeras de otro nivel económico, cultural, se cuidan más, mienten, viven en otra vida... pero a las que son pobres las llevan presas. Acá se persigue la pobreza. A la que está en la calle persiguen”, asegura.
“Para mí no es un trabajo fácil, pero tiene que ver con las condiciones en las que estás. No es lo mismo estar parada en una zona céntrica, pobre, que en un hotel cinco estrellas. Son muy duras las condiciones de vulnerabilidad, de discriminación y de estigma que sigue sufriendo la trabajadora sexual pobre. Todavía hay compañeras que son asesinadas en la calle”, concluye.
Fuente: Mariana Otero, diario La Voz del Interior de Córdoba
* Equipo de Comunicación de la CTA Córdoba

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